miércoles, 22 de agosto de 2012

El tiempo




Un montón de tiempo después he regresado. Después de un año dedicada a enviar textos a concursos sin lograr ni una triste contestación vuelvo a mis orígenes.
¡Espero que esta historia sobre la soledad sea de vuestro agrado!
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El tiempo

Cuando el despertador sonó ya estaba con los ojos abiertos y mirando el techo, como todas las mañanas. Se preguntó porqué seguía poniendo el despertador para una hora determinada si desde que se había jubilado no tenía ningún sitio a donde ir. Se revolvió un poco entre las sábanas cambiando a una posición más cómoda y observó la habitación. Se sintió feliz al ver la estancia bañada por el Sol, “Hasta hace muy poco a las ocho aún era de noche” se dijo. Le gustaba ver como la luz iluminaba las fotografías que reposaban encima de la cajonera, así podía verlas con bastante claridad desde su cama.
Se levantó haciendo crepitar cada uno de sus viejos huesos. Se sobó la cadera, hacía unos cuantos años que siempre le dolía. A veces iba al médico a ver si se podía hacer algo para que no doliese pero normalmente el doctor simplemente le dedicaba una mirada de hastío y le recetaba analgésicos. Ni hablar de mandarla a un especialista, “Es la edad” le decía. Puede que otro médico la hubiese mandado pero llevaba 20 años con aquel y no quería cambiarlo.
Como todas las mañanas se arregló en el espejo del tocador. Siempre había sido muy coqueta y pese a sus 70 años seguía siéndolo. Cuando era más joven le gustaba arreglarse para su marido. Él siempre le decía que estaba guapa pero casi hasta el final de sus días cuando la veía arreglada y con un vestido bonito se le iluminaban los ojos. Pero ya no se arreglaba para nadie. Se vestía y maquillaba por la mera costumbre. A veces imaginaba que su marido entraba por la puerta y volvía a mirarla de aquella manera pero sabía que eso era imposible. Hacía seis años que él había muerto, dejándola totalmente sola.

Fue al salón y se sentó en un viejo sofá azul, no combinaba para nada con los pesados muebles de madera maciza que dominaban la estancia. El sofá estaba un poco roto pero se negaba a cambiarlo porque allí se sentaba a conversar con su padre cuando, ya jubilado este, pasaba a visitarla. Ella no tenía nadie a quien visitar. Cuando era joven nunca sintió la necesidad de tener hijos. Estaba muy feliz con sus padres, su hermano y su marido. La quisieron tanto que nunca necesitó nada más. En realidad el trabajo también tuvo mucho que ver. Ella había sido abogado y se pasó la mayor parte de su vida buscando mejorar en su trabajo, un mayor reconocimiento e incluso fama. En más de una ocasión había llevado casos bastante mediáticos y la habían entrevistado un par de veces en algunos periódicos de tirada nacional. Como premio a todo aquel esfuerzo el día que se jubiló en su bufete le regalaron una placa “En agradecimiento a Dña. María del Carmen García Rodríguez por 35 años de servicio profesional” Era una bonita placa metálica en relieve. Recordaba que ese día hicieron una pequeña fiesta y sus compañeros que aún seguían en activo prometieron llamarla. Era mentira. Mientras trabajó su teléfono no paraba de sonar, a deshoras incluso, para arreglar problemas. Sin embargo cuando salió de allí rumbo a su nueva vida de jubilada murió para aquellas personas. En cierto modo se sintió aliviada, al fin y al cabo la mayoría de sus compañeros de trabajo no le caían bien. Se había pasado 35 años de su vida sonriendo y deseando buenos días a unas personas que detestaba y que sospechaba la detestaban a ella. En cuanto al trabajo al principio lo empezó con ilusión, quería defender inocentes y hacer cumplir las leyes sin embargo al final sospechaba que la mayor parte de sus clientes eran culpables. Aquellos casos le dejaban un regusto muy amargo y aunque aquellos eran los casos que daban prestigio en la profesión decidió dedicarse a algo que ella pensaba más calmado. Por eso al final de su carrera se centró en divorcios, cuando empezó los divorcios eran pocos y normalmente buscaba una solución justa para ambas partes pero pronto descubrió que dentro de toda persona en trámites de divorcio hay un pequeño psicópata en potencia. Y así se le pasó el arroz, entre pleitos y vistas, esperando que el siguiente caso le proporcionase el éxito profesional que ella deseaba. Un éxito que alcanzó pero que no se paró a disfrutar porque estaba ocupada buscando más éxito. Dejó la placa de homenaje en su sitio y se fue al supermercado.
Se hizo con un cesto con ruedas y despacio fue seleccionando los productos que necesitaba. Miraba mucho los precios “La vida está muy cara” se decía. Tardaba mucho porque seguía pasando los precios a pesetas. Veía a los jóvenes y personas de mediana edad hacer la compra corriendo, no ponían atención apenas en lo que metían en sus carros. Cuando llegó a caja colocó los productos en la cinta con algo de trabajo porque al agacharse para recoger los productos del cesto le dolía la cadera.
- Buenos días.
- Buenos días.
Era la primera vez que hablaba con alguien ese día. Se hizo un pequeño silencio sólo interrumpido por el “bep” de los productos al ser pasados por el escáner.
- Hace muy buen día hoy. Y eso que la semana pasada llovió a cántaros.
- Sí, hace bueno. - Contestó la cajera sin ganas de mucha charla.
- A ver si dura, que estos últimos años ha hecho mucho frío.
- Si, a ver...
Había días que una charla insustancial con la cajera del supermercado era la única conversación que mantenía en todo el día. Sabía que a la cajera su charla le parecía aburrida y que no le apetecía oírla pero a Mari Carmen le hacía feliz por un instante. Le hubiera gustado tener una vejez como la de su madre. Vivía en un pueblo y reunía con las vecinas de edades semejantes para jugar al bingo en casa de alguna, no jugaban dinero pero se lo pasaban muy bien. Recordaba que alguna vez había pensado que su madre parecía una colegiala cuando se juntaba con sus amigas del pueblo. Su madre fue feliz hasta el final.
Saliendo del supermercado se cruzó con una madre que apurada empujaba el carrito rosa de su bebé. Se paró a mirarlo posando su bolsa en el suelo. Luego tendría que agacharse otra vez para recogerlas y le dolería la cadera pero ella pensaba que merecía la pena. Se asomó para ver el bebé.
- ¿Qué cosa bonita! ¿Qué tiempo tiene?
- 7 meses – Contestó la madre con una sonrisa forzada.

Pues está muy bonita y muy bien criada.
La madre le devolvió una sonrisa mucho más sincera, a todas las madres les gusta que alaben la belleza de sus hijos pero si lo hace una anciana desconocida cuando llevan prisa a veces se ponen a la defensiva. Pero desde la muerte de su marido le gustaba observar a los bebés. Sentía que era algo que se había perdido. Pensaba que si hubiera tenido hijos ahora no se sentiría tan sola. Tenía un sobrino que vivía en el extranjero, escribía de vez en cuando para contarle lo bien que le iba. Tenía una bonita familia, una mujer y dos niños. A veces también le mandaba fotografías. Eso a ella le encantaba, siempre prometían venir para presentarle a los niños y darle una visita aunque al final la distancia y lo caro del viaje pesaban más que las buenas intenciones. La madre se alejaba con su bonito bebé y sus prisas. En cierta manera le recordaba a su juventud, siempre con prisas.
De camino a su casa siempre pasaba por delante de una iglesia. A veces veía salir de ella corrillos de mujeres de aproximadamente de su edad y se planteaba entrar, a ver si hacía alguna amistad. Aunque no se podía imaginar cómo se podía entablar amistad, o simplemente conversación, en una iglesia. “Buenos días, ¿Está ocupado este banco?” o tal vez “ Buenos días, ¿Qué rezas?” No lo tenía muy claro y al final entre el miedo a lo nuevo y que no creía demasiado en Dios no entraba.
Antes creía en Dios pero tras años de ver injusticias y desgracias la fe se le acabó. Su profesión no era la mejor para mantenerla. Hacía muchos años había tenido una amiga que era muy devota. Siempre le decía que no tenía miedo de nada porque sabía que Dios cuidaba de ella. Ese argumento se caía solo pues hay millones de personas pasando por situaciones horribles. Su amiga decía que eran pruebas del Señor. Curiosamente esa mujer murió atropellada en la acera por un conductor ebrio. Es de suponer que Dios la puso a prueba en el último momento.
Volvió a su casa. Subió pesadamente hasta el cuarto piso, era un edificio antiguo y no tenía ascensor. Si pudiera volver atrás se compraría un primer piso, en su día no quiso porque los primeros tienen poca luz.
Colocó la poca compra que había hecho en la nevera y lavó las verduras para cocinarlas. Seguía haciendo platos bastante elaborados aunque solo fuesen para ella, le recordaba a los tiempos en que comía con toda su familia reunida. Esa era una de las cosas que más odiaba desde que su marido murió. Comer sola. Cuando su marido vivía comían siempre en la cocina, sin televisión, charlando sobre las cosas que les habían ocurrido durante la mañana. Normalmente era trivialidades cotidianas que se olvidaban fácilmente, habían discutido, se había reconciliado, se habían reído. Aquellas conversaciones en la mesa de la cocina eran algunos de los mejores recuerdos que guardaba.
Mientras las verduras se hacían inspeccionó el correo. Entre las muchas facturas había propaganda de un geriátrico, varios panfletos de aseguradoras y algunos más de ofertas de supermercados. No sabía como tenían sus datos los emisores de esos panfletos pero intuía que ellos sabían que era una persona de edad avanzada. A veces se planteaba irse a un asilo, le llamaba la idea de estar con otras personas, de poder participar en actividades y de librarse de la absoluta soledad en la que se sentía pero entonces pensaba en deshacerse de su viejo sofá medio roto en el que charlaba con su padre o en el reloj de péndulo regalo de su madre y la idea le parecía horrible. Todo el conjunto de grandes y pequeñas cosas que había en aquella casa constituían sus recuerdos y todos ellos le sacaban una sonrisa al recordar tiempos más luminosos.
Tiró todas las cartas a la basura. Las únicas cartas que le interesaban de verdad eran de su sobrino y cuando había una de esas el mundo entero parecía pararse.
Se sentó a comer en el salón con la televisión encendida, a esa hora en casi todas las cadenas ponían los telediarios pero lo único que le faltaba a la pobre anciana era comer con desgracias, así que todos los días veía un programa sobre animales. Era sobre mascotas y salían desde perros y gatos hasta serpientes y hurones. En ese programa se enteró de que había gente que tenía cerdos por mascota, cosa que la sorprendió porque siempre vio esos animales como meros productos cárnicos. “El haber criado cerdos para matar.” Se dijo. Lo cierto es que cuando era niña y tocaba matar al cerdo siempre se iba porque le daba mucha pena oírlo gritar.
En aquel momento algo captó su atención. Un paisaje conocido. Estaba hablando un chica rubia muy sonriente que se encargaba del refugio de animales de su ciudad. Al principio le sorprendió un poco porque nunca había oído hablar de él, pero pronto sonrió al pensar que con lo poco que se relacionaba con otras personas era totalmente normal. Enseñaron las instalaciones y había muchos perros en pequeñas jaulas, cuando la muchacha se acercaba a ellos todos saltaban y meneaban la cola. Aquello la llenó de alegría y le empañó los ojos por un breve instante. Ella había tenido un perro de niña. No se sabía qué raza era pero era un animal noble y cariñoso que siempre la acompañaba a todas partes. De niña le llamaba mucho la atención que cuando ella salía del colegio el perro siempre estaba allí esperándola. No es que el perro se quedase desde que ella entraba hasta que salía sino que la acompañaba a la puerta, se iba a dar una vuelta y cuando ella salía el perro estaba allí sentado esperando por ella. Fue un gran perro, un día se murió sin más cuando era ya muy viejo.
Atendió a todo lo que decía la muchacha. El teléfono sonó y la sobresaltó. Lo descolgó y volvió a colgar automáticamente. Sentía la grosería pero sabía que era una compañía de las que le querían vender internet y en aquel momento necesitaba atender a lo que decía la chica del refugio porque quería tomar los datos. Escribió los datos en un papel, también daban un número de teléfono. Lo anotó también y se alegró de hacerlo porque se dio cuenta de que a pesar de que llevaba 35 años viviendo en aquella ciudad no sabía donde estaba el refugio. Lo pensó una décima de segundo “¿Lo hago o no lo hago? Un perro da mucho trabajo.” Recordó a aquel noble animal que había acompañado su infancia y no necesitó pensar nada más.
Descolgó el teléfono para llamarles. Estaba un poco agitada y nerviosa. Hacía mucho que no hablaba con nadie por teléfono que no fuesen las amables señoritas que le ofrecían ofertas de internet por teléfono.
- Refugio de animales, ¿en qué puedo ayudarle?

Por un momento la voz no le salió.
- Hola. Yo... me gustaría adoptar un perro. Os he visto en un programa en la televisión pero no sé donde estáis.
- Estamos pasando el polígono. En una zona verde que hay y tiene unas naves pequeñas de prefabricado.
- Ya… hija y… ¿Me podías decir como llegar? Es que yo ya tengo una edad y…
- ¡Claro!

La voz de su interlocutora denotaba alegría y la hizo sentirse más decidida si cabe a adoptar un animal. Mari Carmen tenía que coger dos autobuses y luego caminar un poco. Lo hizo. Salió a la calle y tomó el primer autobús. Hacía mucho que no lo hacía. Le sorprendió que les habían quitado el torno. No estaba segura de la parada en que tenía que bajarse así que le preguntó a una señora que muy amable le dijo que se tenían que bajar en la misma parada. Eso le sirvió para entablar conversación. Mari Carmen le dijo que iba al refugio de animales y la señora le sonrió y le contestó que a ella también le gustaban mucho. Cuando se bajaron la buena mujer le indicó dónde tenía que tomar el siguiente autobús. Tuvo que esperar un poco pero finalmente llegó, se subió un poco nerviosa porque no conocía esa zona. Cuando llevaba unos minutos en el autobús pudo ver el polígono y la zona verde que la chica del teléfono le había indicado. Se sentía ansiosa al pensar que al fin volvería a tener algo de compañía en su vida.
Logró encontrar el sitio sin problemas. En la entrada la esperaba la agradable chica con la que había hablado por teléfono. Era pequeña, morena y no paraba de sonreír.
- Soy Mari Carmen. Hablamos por teléfono.
- Si. Me imaginé. ¿Tiene una idea en concreto de qué perro quiere o quiere verlos todos?
- Pues no lo sé.
- Tenemos dos que son muy tranquilos. No le darán mucha guerra.

Algo de guerra quiero que me dé. - Contestó riendo como una chiquilla.
Entonces vio un perro pequeño y marrón, de raza indefinida que la miraba curioso entre la rejas. Lo señaló con el dedo y preguntó:
- ¿Ese que tal se porta?
- Bien, es un perro muy bueno, y es bastante tranquilo.

Cuando se acercó a él y le lamió la mano se ganó a la anciana para siempre. Sintió una calidez que creía haber perdido hacía mucho tiempo. Rellenó los papeles de adopción con una nueva energía mientras el perro se acurrucaba en su regazo. Se informó sobre los cuidados que el animal requería y le recomendaron un veterinario cerca de su casa. Le compró allí mismo un collar con una bonita chapa. Unos minutos después salió de allí junto a Toby que así se llamaba el perro.
A la mañana siguiente sonó el despertador, como todas las mañanas. Toby fue a buscarla a la cama corriendo. Quería mimos y su desayuno. Mari Carmen se levantó rápidamente de la cama, ese día dejó de dolerle la cadera.

martes, 29 de marzo de 2011

Guerra


Recordaba el calor del Sol acariciándole la cara. Todavía le parecía notar el olor a hierba fresca y oír a sus hermanos gritar mientras corrían tras una pelota. El aire cálido entraba y salía de sus jubilosos pulmones sin preocupación alguna casi hasta la asfixia. Recordaba que el perro les seguía, mientras ladraba y meneaba el rabo. Tras él la acogedora casa de sus padres le hacía sentirse a salvo. Sabía que dentro su madre y su abuela preparaban la cena, y que luego, cuando el Sol cayese un poco, se reunirían al fresco. Cenarían y reirían hablando de añoradas banalidades. Todo aquello parecía cercano y lejano a la vez. Aquel momento que ahora atesoraba como un espejismo de una vida pasada no significó nada en el instante que fue vivido. Un día más en la rutina veraniega de su juventud. Apenas habían pasado un par de años pero ya no se sentía joven. Solo tenía 16 años y sus sueños y esperanzas se limitaban a seguir vivo un día más. Ya ni siquiera soñaba volver a aquella casa grande y segura porque ya no existía, ya no estaban mamá ni la abuela, ni siquiera podía asegurar que sus hermanos siguieran vivos. Se agarra a un fusil, en una asquerosa cuidad en ruinas mientras el cielo plomizo parecía caerse sobre su cabeza y la de sus compañeros. El único sonido que se escucha es el de la lluvia a veces interrumpida por detonaciones. Nadie habla, todos callan su miedo y lo superan como pueden, unos atentos como gatos a cualquier sonido o visión extraña, otros volando todo lo lejos que su imaginación les deja mientras fuman tapando el cigarro para no recibir una bala. Estaba sucio y mojado desde el uniforme a su pelo rubio, era incómodo pero hacía tiempo que se había acostumbrado, nada que ver con los días de esplendor.
El pelotón empezó a moverse, apagó y guardó el cigarrillo que estaba fumándose a escondidas. Se internaron más en las ruinas, un hombre de más edad les da órdenes por señas. El muchacho espera que él tenga más idea de adonde van que él. Morir le daba miedo y había visto muchas veces lo fácil que era que una bala te atravesase. Ordenaron internarse en lo que en otro tiempo había sido una casa. Entonces les vieron. Un grupo de seis enemigos. Uno de ellos era alto y moreno, se fumaba un cigarrillo escondido, estaba apartado. No quería hacerle daño, no tenía nada en contra suya, pero era el enemigo, de darse la vuelta las tornas el otro no dudaría en matarle. Les habían dicho que esa gente les odiaba por no adorar al mismo Dios. Disparó y el enemigo cayó al suelo,el pitillo que fumaba salió volando y la sangre emanaba sin parar. Pronto cubrió por completo sus oscuras manos que trataban de contener el líquido carmesí en un desesperado intento por contener la vida dentro suyo. Su cabeza empezó a volar mientras la vida se le escapaba. No hacía más que un par de años, paseaba con su madre y con su hermana por una bonita calle comercial. Su hermana sonreía mientras se comía un helado. Su madre le decía que no corriese mientras miraba los escaparates. Hacía Sol y todo parecía brillar. Aquel fue su último pensamiento.
El muchacho volvió a disparar, el resto de enemigos se cubrieron pero se quedaron sin munición en poco tiempo, entonces fueron aniquilados. No se paró a mirarlos, alguien se aseguró de que estaban muertos y siguieron. Había mucha gente a la que matar antes de que sus amos tuvieran beneficios suficientes como para dejarles volver a tener una vida.


jueves, 24 de marzo de 2011

Corazón

 
Corazón, Corazón

¿Palpitas todavía?

Corazón... Corazón...

¿ Puedes ver la salida?

Corazón! Corazón!

Despierta ya! Alma mía!

¿ Corazón? ¿Corazón?

¿Sigues aún con vida?

Corazón...ays...Corazón...

Dolido órgano sobre explotado

Voy por tiritas para unir tus pedazos.



Buscando en el baúl de los recuerdos encontré este poema y aunque es un poco engendro me provocó una sonrisa, así que lo subo.

Peor vida

Las gotas caían una tras otra emitiendo un sonido sordo. Eran el eco de la acomplejada soledad.
Las luces deslumbrantes se reflejaban en el agua que acumulaba la ventana. El ruido chirriante que se plasmaba en sus oídos era como un zumbido que le atontaba.
La habitación parecía dar vueltas, girar a toda velocidad mientras que él estaba quieto. Los colores se volvieron metálicos, dolorosos para la vista mientras el penetrante olor le mareaba, finalmente no le quedó otra opción que sentarse en un rincón.

Desde allí podía verla, tumbada en la cama, con los ojos abiertos mirando al techo.

En su cabeza aun resonaban sus tranquilas palabras, llenas de seguridad y de completa decisión.

- Me voy, se acabó.

Tanto amor, tantos años de felicidad juntos y le abandonaba. No le importaba alejarle de sus hijos y mucho menos su sufrimiento. Ella tenía que ser suya. No podía dejarle, no podía. Ella lo juró ante todos un lejano día de Otoño. ¿ Acaso no recordaba los dulces besos robados a la puerta de su casa? ¿ Ya no recordaba los paseos de cuando eran novios y vivían cada uno en su casa? Ella se lo debía, no podía dejarle. Le debía demasiado.

Se acercó a la cama y acarició sus cabellos, las lágrimas estaban estancadas en las frías mejillas de ella.

- Podemos arreglarlo amor, no lo volveré a hacer.

Ella ni siquiera le miraba, reposaba sobre las sábanas sin decir una palabra. Sus ojos vidriosos mantenían la atención en el techo ocre de la habitación. Aquellas cuatro paredes que habían presenciado toda su vida juntos, aquellas cuatro paredes que lloraban su partida.

Tantos sueños juntos, tantos planes de futuro truncados sin el menor remordimiento.

La rabia se apoderó de él. La emprendió con el armario, golpeando aquellas puertas que le mostraban su reflejo. Destruyó el joyero donde guardaba las alhajas que él le regalaba después de cada error. Golpeó la cajita donde todavía guarda las fotos de cuando eran novios. Aniquiló el marquito desde donde sonrientes les miraban sus hijos. Golpeó y destruyó. Extinguía sus vidas en sólo un segundo.

Quizás eso no es cierto porque la destrucción siempre llega poco a poco, hoy aguanto y grito y ya mañana es un insulto. Es también posible que el cruel destino nos juegue malas pasadas y ese a quien tu quieres resulte ser un ogro que ya no te quiere. Es casi seguro que en su sino lleve escrita la desgracia.

Nunca se sabrá quienes fueron pues ese día pasaron a ser un número.

Los ojitos curiosos y asustados abrieron la puerta del averno, conociendo aquel día lo que de verdad era un monstruo. Ese maldito día el miedo se les metió en el cuerpo cuando mamá no despertaba. En el preciso momento en el que comprendieron que las pistolas no sólo se usan para jugar a indios y vaqueros.

Aquella tarde de invierno reposaron en el cuarto mirando al techo junto al cuerpo de su madre. Tendidos sobre la cama con almohadas en la cara para solapar el ruido de la parca. Las sábanas blancas se tiñeron carmesí por acción de la locura.

Aquel día el Ángel de la Guarda, dulce compañía, salió a tomarse un café, sin suponer que su mejor suplente les causaría la muerte.

Curioso tener valor para destruir sus vidas y que a la hora verdadera de marcharse de este mundo el dedo le temblara en el gatillo.

Tal vez sabía que su pecado no se empata con la muerte sino con una vida de sufrimiento.... no, el no tenía tan buena intención a la hora de perdonarse la vida.

Él fue sólo un  cobarde que no sabía que hacer sólo, únicamente un pelele, un don nadie sin posibilidades, un estúpido sirviente lamebotas que de puertas para adentro era un déspota.

Sin embargo es injusto, cuando la policía fue a buscarlo él simplemente confesó, nadie le pegó ni insultó, nadie le condenó a vivir en un reino de terror y palos en que condenó a vivir a quienes más le querían.

Puede que si la vida hubiera sido justa sólo habría muerto él pero como no lo es hoy mientras el duerme en su celda camino del cementerio van tres ataúdes blancos.

Hay quien llora amargamente en la larga comitiva por no haberse dado cuenta de que aquel que tanto sonreía, era tan amable y siempre ayudaba, no era más que un asesino que si les dio muy mala muerte les dio peor vida.


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Esta semana viene con retraso pero más vale tarde que nunca. ¡Esta semana ha sido un caos!

Por cierto, os recomiendo que visitéis http://haikuedebuxo.blogspot.com/ es una iniciativa para mostrar apoyo a Japón. Un autor hace un haiku y un dibujante lo ilustra. Es una bonita iniciativa. ¡No dejéis de participar!

martes, 15 de marzo de 2011

Noche de luna


La caza le producía una mezcla de excitación y ansiedad. Ver a su presa correr por el parque en busca de un refugio donde esconderse de él. Podía oír su respiración acelerada y oler su miedo.
Aquello le aceleraba el corazón y a su mente venían imágenes que a cualquier persona normal le hubieran parecido repugnantes, sin embargo a él le encantaba imaginar de antemano como disfrutaría con su muerte.
El cazador no comprendía por qué aquello estaba mal. No sabía distinguir la diferencia entre lo que hacían las personas que cazaban animales, que disfrutaban persiguiendo y hostigando hasta la muerte a un jabalí. En su retorcida cabeza no era tan distinto de lo que hacía él, al fin y al cabo los seres humanos somos animales.
Según él, la única diferencia era la presa y que en lugar de un rifle el usaría un afilado bisturí.
Aquella desgraciada pieza de caza no paraba de correr intentando alcanzar el otro lado del parque, donde había edificios, una carretera y gente que podría socorrerla. Sin embargo el sabía cortarle el paso, conocía bien el terreno y cuando ella atisbaba la luz y los sonidos de los coches él se interponía y rasgaba su carne con el afilado instrumento para hacerla correr despavorida y exhausta hacia el lado contrario a la ansiada salida.
A él le encantaba aquel parque, tan grande, tan poco iluminado y tan desierto por la noche. Llevaba semanas sentándose en un banco viendo pasar gente. Muchachos confiados de que nada podía pasarles y chicas que le miraban con recelo a pesar de que él no movía un dedo. Eso le había gustado de ella. Esa mirada miedosa al ver un hombre sentado en un banco del parque tan tarde. La chica apretó el paso y pudo notar su escalofrío cuando percibió que él se había levantado y caminaba tras ella. Luego él la agarró y la tiró al suelo, y mientras ella le miraba con espanto le hizo un corte en un brazo. Le arrancó el bolso de entre las manos y lo apartó lejos. Creyó morir de asquerosa y retorcida felicidad. Ella echó a correr, él la persiguió, extasiado por la sangre.
Podía sentir el ruido de sus horrorizados pasos, cuando comprendió que no le era posible alcanzar la salida había intentado recuperar el bolso, seguramente porque su teléfono estaba dentro. La encontró nuevamente y volvió a cortarla. Aquel loco no paraba de reír a carcajadas. Aquella cacería duró unos quince minutos. Eso demostraba que él no era muy listo. La presa se tranquilizó. Sus pasos ya no resonaban ni chillaba aterrorizaba. A él aquello le aburría, si ella no gritaba ni lloraba ya no le resultaba satisfactorio.
La buscaba, esta vez para terminar de tomar la pieza. No intentaba siquiera ocultar sus pasos, quería que ella volviera a sentir terror. Estaba fascinado es sus fantasías. Entonces lo sintió, un líquido cálido corriendo por su cara y empezó a oír un fuerte pitido, como de una radio cuando intentas sintonizarla. Tocó con sus manos aquel fluido y no entendía qué era. Luego sintió dolor y la vio a ella, alzada frente a él, iluminada por la luna, salvaje como el animal que él creía que era. Tenía una piedra roja en la mano y volvió a golpearle con ella, una y otra y otra vez. Hasta que los espasmos de aquel loco dejaron de sentirse. Por un momento se sintió poderosa. Poderosa para defenderse, poderosa para sobrevivir, poderosa para decidir la vida y la muerte. Después, arrodillada junto al cadáver de quien quiso matarla estalló nuevamente en llanto. Sus heridas sangraban bastante y la sangre que goteaba se unía al charco oscuro y pegajoso que su agresor había formado en el suelo. Quiso mirar su cara ensangrentada pero no pudo; le dio mucho asco. Todo aquello le provocaba arcadas.
Ella se levantó, todavía sollozante y comenzó a caminar rumbo al otro extremo del parque. Tenía varias heridas que no paraban de sangrar. En apenas un minuto había logrado alcanzar la salida del parque, aquello le resultaba irónico. Allí pasaba gente, un transeúnte se quedó mirándola horrorizado. Allí logró pedir ayuda.
Luego vinieron la policía y las ambulancias. Mientras le curaban las heridas la policía encontró el cuerpo, después vino el interrogatorio. Todo eran preguntas sin respuestas ¿Por qué ella? ¿La conocía? ¿La había visto alguna vez? Pero en la cabeza de ella sólo resonaba la risa maquiavélica de aquel hombre. En aquel momento supo que algo dentro de ella se había roto.

jueves, 10 de marzo de 2011

El telescopio


Al principio nadie le dio importancia. El niño empezó a pedir un telescopio para su cumpleaños. Nadie hacía mucho caso y decían que era demasiado caro para un niño tan pequeño, sin embargo el niño insistía y se pasaba las tardes ojeando libros donde se exhibían fotografías de lejanos y hermosos planetas. Leía trabajosamente la información que allí se exponía y se maravillaba al saber que existían planetas compuestos únicamente por gas y otros tan fríos que la vida como la conocemos no sería posible.

- ¡En Neptuno se morirían hasta los pingüinos! - Exclamaba maravillado.

Se pasaba las tardes haciendo dibujos de cohetes en los que surcaría el espacio; de los lejanos mundos que visitaría en su viaje.
Una de sus tías le dijo que le compraría un microscopio, que eran más baratos y a pilas. Además en muchas series de investigadores usaban microscopios y a su tía le parecía que eran mejores. Se imaginaba a su sobrino como un importante investigador o un famoso biólogo gracias a ese primer microscopio a pilas.

- ¡Con los microscopios se ven cosas pequeñas, yo quiero ver las estrellas!- Exclamaba el niño sin terminar de entender por qué debería gustarle el microscopio.

Finalmente el padre, aunque algo escéptico sobre el uso que su hijo le daría al telescopio, decidió consentirlo y regalarle el preciado objeto. Ilusionado, envolvió el regalo con un papel de vivos colores verdes y amarillos. Organizó una pequeña fiesta con los amigos del niño y familiares. Había una gran tarta, música, globos y otros muchos regalos. El niño desenvolvió el telescopio con cara de fascinación, la ilusión le salía hasta por las orejas y en cuanto lo vio no pudo hacer otra cosa que reír . Ya no hubo más fiesta, ni amigos, ni otros regalos... sólo el niño en el jardín montando el artefacto. Su padre y sus tías tuvieron que arrastrarlo de vuelta a la fiesta para que jugase con los otros niños, pero el ansia por volver con su regalo se hacía más que evidente porque cada poco se escapaba de nuevo al jardín.

Cuando se hizo de noche y la fiesta acabó fue junto con su padre a estrenar el telescopio. Allí pudo ver, fascinado, las estrellas, y algún planeta. El artefacto no tenía mucho alcance y no era de una gran calidad pero el niño miraba aquello fascinado.

Su padre le explicó que en el cielo había algo llamado constelaciones y que algunas tenían curiosas formas. Le pidió a su padre un mapa del cielo para poder identificarlas. Unos días más tarde fueron juntos a comprarlo y con su mapa del cielo en la mano salía noche tras noche en busca de algo en las estrellas. Dividió el mapa en secciones y decidió estudiar el cielo en partes ordenadas. Visitaba páginas de astronomía para saber que planetas podría ver y cuando. Los eclipses y las lluvias de estrellas. En algunas ocasiones alguna estrella fugaz inesperada se cruzaba ante él y le dejaba anonadado.

Al principio su padre le miraba maravillado, observando la pasión que la astronomía despertaba en su hijo. Unos tíos decían que pronto se cansaría, otros que acabaría siendo astrólogo, una de sus tías les corregía diciendo que los que estudian los planetas y las estrella son astrónomos, que los astrólogos hacían la predicción de zodiaco. Sin embargo tal palabra no cuajó. La tía que le ofreció el microscopio decía que mejor hubiera sido su regalo, que no conocía a ningún astrólogo y mucho menos con buena posición.

Con el paso del tiempo, el niño seguía saliendo cada noche con el famoso artefacto, aunque se le veía atribulado, un poco ansioso. A veces incluso resoplaba. Parecía que buscaba algo que no lograba encontrar.

Finalmente su padre le preguntó.

- ¿Qué te pasa? ¿No funciona bien el telescopio?
- Sí, funciona perfectamente.
- ¿Entonces que ocurre? ¿Por qué bufas? ¿ No encuentras extraterrestres?- Dijo su padre en chanza.
- No. Es que no entiendo en qué parte del cielo puede estar mamá.

Por un momento el padre se quedó perplejo. No sabía como explicarle que cuando su madre murió y le dijo que se había ido al cielo no era ese cielo al que se refería.
Se limitó a abrazarle muy muy fuerte y a acompañarle cada noche en su viaje por las estrellas. Sin embargo, cuando el niño comprendió la diferencia entre ambos cielos ya amaba las estrellas.

martes, 1 de marzo de 2011

¡Malditos garbanzos!


Aquellas malditas legumbres me miraban airadas desde el plato. Yo intentaba sortearlas mientras cazaba los pequeños trocitos de pollo que se encontraban rodeados. Mi madre me miraba con hartazgo y resoplando.

- Cómete también los garbanzos. Fríos saben peor.

Miré hacia mi plato con mala cara y me pareció percibir como aquellas bolitas asquerosas se reían de mí. Pensé para mí “ ¿De qué os reís? Vosotros parecéis pequeños culos.” Pero les daba igual, sabían que iban ganando la batalla.

- No me gustan los garbanzos. Saben mal.
- Me da igual. Te los tienes que comer.

Mi madre se mostraba inclemente cuando de los garbanzos se trataba. Todavía me quedaba escuchar que si quería crecer debía comérmelos todos.

Seguí dando vueltas y más vueltas al plato. Cada vez estaban más fríos y la salsa se espesaba más. Cada trocito de pollo que me metía en la boca iba seguido de pan y mucha agua. Pero aquel masticar y beber constante no engañaba a mi madre. Allí seguían aquellos malnacidos. Esperaba poder alargar el asalto y ganar la batalla por aburrimiento.

- Deja de beber y come.

Mis estrategias se desmoronaban una a una ante la cabezonería de mi madre. Puse morritos y contesté.

- No quiero.
- En África los niños se mueren de hambre.

Aquí vi un a oportunidad abierta. Una esperanza efímera que poder aprovechar y así no perder esta batalla.

- Los podemos meter en un sobre y mandárselos. Así no se mueren y total yo no los quiero.

- Cooomee. Hasta que no te los comas no te levantas.

Aquello me molestaba. Nunca nadie rebatía mis argumentos, no comprendía por qué siempre que preguntaba algo me respondían con imposiciones. Al fin y al cabo no veía relación entre comerme los garbanzos y la mejora de la vida en África.

- ¿Qué más te da que no me los coma? No tengo hambre.
- Tienes que comer.

Lejos de aquella mesa que cada vez se me antojaba más represiva me esperaban numerosos intereses; iba a empezar Pokémon y quería jugar con mis Lego, pero estaba allí perdiendo el tiempo.

- Pero no tengo hambreee...
- Venga, cómete la mitad.

La mitad de los garbanzos. No me gustaban nada, sin embargo, aquello representaría un empate. Tracé una línea que dividía en dos el contenido del plato. Cogí temblorosa la cuchara e introduje los garbanzos en mi boca hasta terminar una de las mitades. Mientras los masticaba y su sabor se expandía por mi boca percibía que aquellos garbanzos se sentían victoriosos.

-Ya está. Ya comí la mitad.
- Eso no es la mitad.

Miré desconcertada a mi madre ¡Aquello era traición! Había comido la mitad de los pequeños culos burlones y ahora pretendía timarme.

- ¡Si era la mitad! - Protesté llena de razón.
- Dos cucharadas más.
- Dijiste la mitad.
- Pero eso no era la mitad.
- Si lo era, hice una raya.
- Dos más y te puedes ir.

Miré el reloj, seguramente ya habían empezado los dibujos. Cada minuto que pasaba allí sentada era posiblemente un minuto grandioso perdido.

Finalmente me rendí, con la esperanza de que mi madre no volviese a traicionarme y tuviese que terminar todo el plato. Tomé las últimas dos cucharadas y mi madre, triunfal, retiró mi plato. Lo dejó en el fregadero, dónde podía ver la escasa cucharada y media de garbanzos que quedaba dentro del plato. Sabía que los garbanzos se estaban riendo de mí sabedores de su victoria.

Mientras bajaba de la silla lo tuve claro. Los garbanzos habían ganado esa batalla pero no les dejaría ganar la guerra.