miércoles, 22 de agosto de 2012

El tiempo




Un montón de tiempo después he regresado. Después de un año dedicada a enviar textos a concursos sin lograr ni una triste contestación vuelvo a mis orígenes.
¡Espero que esta historia sobre la soledad sea de vuestro agrado!
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El tiempo

Cuando el despertador sonó ya estaba con los ojos abiertos y mirando el techo, como todas las mañanas. Se preguntó porqué seguía poniendo el despertador para una hora determinada si desde que se había jubilado no tenía ningún sitio a donde ir. Se revolvió un poco entre las sábanas cambiando a una posición más cómoda y observó la habitación. Se sintió feliz al ver la estancia bañada por el Sol, “Hasta hace muy poco a las ocho aún era de noche” se dijo. Le gustaba ver como la luz iluminaba las fotografías que reposaban encima de la cajonera, así podía verlas con bastante claridad desde su cama.
Se levantó haciendo crepitar cada uno de sus viejos huesos. Se sobó la cadera, hacía unos cuantos años que siempre le dolía. A veces iba al médico a ver si se podía hacer algo para que no doliese pero normalmente el doctor simplemente le dedicaba una mirada de hastío y le recetaba analgésicos. Ni hablar de mandarla a un especialista, “Es la edad” le decía. Puede que otro médico la hubiese mandado pero llevaba 20 años con aquel y no quería cambiarlo.
Como todas las mañanas se arregló en el espejo del tocador. Siempre había sido muy coqueta y pese a sus 70 años seguía siéndolo. Cuando era más joven le gustaba arreglarse para su marido. Él siempre le decía que estaba guapa pero casi hasta el final de sus días cuando la veía arreglada y con un vestido bonito se le iluminaban los ojos. Pero ya no se arreglaba para nadie. Se vestía y maquillaba por la mera costumbre. A veces imaginaba que su marido entraba por la puerta y volvía a mirarla de aquella manera pero sabía que eso era imposible. Hacía seis años que él había muerto, dejándola totalmente sola.

Fue al salón y se sentó en un viejo sofá azul, no combinaba para nada con los pesados muebles de madera maciza que dominaban la estancia. El sofá estaba un poco roto pero se negaba a cambiarlo porque allí se sentaba a conversar con su padre cuando, ya jubilado este, pasaba a visitarla. Ella no tenía nadie a quien visitar. Cuando era joven nunca sintió la necesidad de tener hijos. Estaba muy feliz con sus padres, su hermano y su marido. La quisieron tanto que nunca necesitó nada más. En realidad el trabajo también tuvo mucho que ver. Ella había sido abogado y se pasó la mayor parte de su vida buscando mejorar en su trabajo, un mayor reconocimiento e incluso fama. En más de una ocasión había llevado casos bastante mediáticos y la habían entrevistado un par de veces en algunos periódicos de tirada nacional. Como premio a todo aquel esfuerzo el día que se jubiló en su bufete le regalaron una placa “En agradecimiento a Dña. María del Carmen García Rodríguez por 35 años de servicio profesional” Era una bonita placa metálica en relieve. Recordaba que ese día hicieron una pequeña fiesta y sus compañeros que aún seguían en activo prometieron llamarla. Era mentira. Mientras trabajó su teléfono no paraba de sonar, a deshoras incluso, para arreglar problemas. Sin embargo cuando salió de allí rumbo a su nueva vida de jubilada murió para aquellas personas. En cierto modo se sintió aliviada, al fin y al cabo la mayoría de sus compañeros de trabajo no le caían bien. Se había pasado 35 años de su vida sonriendo y deseando buenos días a unas personas que detestaba y que sospechaba la detestaban a ella. En cuanto al trabajo al principio lo empezó con ilusión, quería defender inocentes y hacer cumplir las leyes sin embargo al final sospechaba que la mayor parte de sus clientes eran culpables. Aquellos casos le dejaban un regusto muy amargo y aunque aquellos eran los casos que daban prestigio en la profesión decidió dedicarse a algo que ella pensaba más calmado. Por eso al final de su carrera se centró en divorcios, cuando empezó los divorcios eran pocos y normalmente buscaba una solución justa para ambas partes pero pronto descubrió que dentro de toda persona en trámites de divorcio hay un pequeño psicópata en potencia. Y así se le pasó el arroz, entre pleitos y vistas, esperando que el siguiente caso le proporcionase el éxito profesional que ella deseaba. Un éxito que alcanzó pero que no se paró a disfrutar porque estaba ocupada buscando más éxito. Dejó la placa de homenaje en su sitio y se fue al supermercado.
Se hizo con un cesto con ruedas y despacio fue seleccionando los productos que necesitaba. Miraba mucho los precios “La vida está muy cara” se decía. Tardaba mucho porque seguía pasando los precios a pesetas. Veía a los jóvenes y personas de mediana edad hacer la compra corriendo, no ponían atención apenas en lo que metían en sus carros. Cuando llegó a caja colocó los productos en la cinta con algo de trabajo porque al agacharse para recoger los productos del cesto le dolía la cadera.
- Buenos días.
- Buenos días.
Era la primera vez que hablaba con alguien ese día. Se hizo un pequeño silencio sólo interrumpido por el “bep” de los productos al ser pasados por el escáner.
- Hace muy buen día hoy. Y eso que la semana pasada llovió a cántaros.
- Sí, hace bueno. - Contestó la cajera sin ganas de mucha charla.
- A ver si dura, que estos últimos años ha hecho mucho frío.
- Si, a ver...
Había días que una charla insustancial con la cajera del supermercado era la única conversación que mantenía en todo el día. Sabía que a la cajera su charla le parecía aburrida y que no le apetecía oírla pero a Mari Carmen le hacía feliz por un instante. Le hubiera gustado tener una vejez como la de su madre. Vivía en un pueblo y reunía con las vecinas de edades semejantes para jugar al bingo en casa de alguna, no jugaban dinero pero se lo pasaban muy bien. Recordaba que alguna vez había pensado que su madre parecía una colegiala cuando se juntaba con sus amigas del pueblo. Su madre fue feliz hasta el final.
Saliendo del supermercado se cruzó con una madre que apurada empujaba el carrito rosa de su bebé. Se paró a mirarlo posando su bolsa en el suelo. Luego tendría que agacharse otra vez para recogerlas y le dolería la cadera pero ella pensaba que merecía la pena. Se asomó para ver el bebé.
- ¿Qué cosa bonita! ¿Qué tiempo tiene?
- 7 meses – Contestó la madre con una sonrisa forzada.

Pues está muy bonita y muy bien criada.
La madre le devolvió una sonrisa mucho más sincera, a todas las madres les gusta que alaben la belleza de sus hijos pero si lo hace una anciana desconocida cuando llevan prisa a veces se ponen a la defensiva. Pero desde la muerte de su marido le gustaba observar a los bebés. Sentía que era algo que se había perdido. Pensaba que si hubiera tenido hijos ahora no se sentiría tan sola. Tenía un sobrino que vivía en el extranjero, escribía de vez en cuando para contarle lo bien que le iba. Tenía una bonita familia, una mujer y dos niños. A veces también le mandaba fotografías. Eso a ella le encantaba, siempre prometían venir para presentarle a los niños y darle una visita aunque al final la distancia y lo caro del viaje pesaban más que las buenas intenciones. La madre se alejaba con su bonito bebé y sus prisas. En cierta manera le recordaba a su juventud, siempre con prisas.
De camino a su casa siempre pasaba por delante de una iglesia. A veces veía salir de ella corrillos de mujeres de aproximadamente de su edad y se planteaba entrar, a ver si hacía alguna amistad. Aunque no se podía imaginar cómo se podía entablar amistad, o simplemente conversación, en una iglesia. “Buenos días, ¿Está ocupado este banco?” o tal vez “ Buenos días, ¿Qué rezas?” No lo tenía muy claro y al final entre el miedo a lo nuevo y que no creía demasiado en Dios no entraba.
Antes creía en Dios pero tras años de ver injusticias y desgracias la fe se le acabó. Su profesión no era la mejor para mantenerla. Hacía muchos años había tenido una amiga que era muy devota. Siempre le decía que no tenía miedo de nada porque sabía que Dios cuidaba de ella. Ese argumento se caía solo pues hay millones de personas pasando por situaciones horribles. Su amiga decía que eran pruebas del Señor. Curiosamente esa mujer murió atropellada en la acera por un conductor ebrio. Es de suponer que Dios la puso a prueba en el último momento.
Volvió a su casa. Subió pesadamente hasta el cuarto piso, era un edificio antiguo y no tenía ascensor. Si pudiera volver atrás se compraría un primer piso, en su día no quiso porque los primeros tienen poca luz.
Colocó la poca compra que había hecho en la nevera y lavó las verduras para cocinarlas. Seguía haciendo platos bastante elaborados aunque solo fuesen para ella, le recordaba a los tiempos en que comía con toda su familia reunida. Esa era una de las cosas que más odiaba desde que su marido murió. Comer sola. Cuando su marido vivía comían siempre en la cocina, sin televisión, charlando sobre las cosas que les habían ocurrido durante la mañana. Normalmente era trivialidades cotidianas que se olvidaban fácilmente, habían discutido, se había reconciliado, se habían reído. Aquellas conversaciones en la mesa de la cocina eran algunos de los mejores recuerdos que guardaba.
Mientras las verduras se hacían inspeccionó el correo. Entre las muchas facturas había propaganda de un geriátrico, varios panfletos de aseguradoras y algunos más de ofertas de supermercados. No sabía como tenían sus datos los emisores de esos panfletos pero intuía que ellos sabían que era una persona de edad avanzada. A veces se planteaba irse a un asilo, le llamaba la idea de estar con otras personas, de poder participar en actividades y de librarse de la absoluta soledad en la que se sentía pero entonces pensaba en deshacerse de su viejo sofá medio roto en el que charlaba con su padre o en el reloj de péndulo regalo de su madre y la idea le parecía horrible. Todo el conjunto de grandes y pequeñas cosas que había en aquella casa constituían sus recuerdos y todos ellos le sacaban una sonrisa al recordar tiempos más luminosos.
Tiró todas las cartas a la basura. Las únicas cartas que le interesaban de verdad eran de su sobrino y cuando había una de esas el mundo entero parecía pararse.
Se sentó a comer en el salón con la televisión encendida, a esa hora en casi todas las cadenas ponían los telediarios pero lo único que le faltaba a la pobre anciana era comer con desgracias, así que todos los días veía un programa sobre animales. Era sobre mascotas y salían desde perros y gatos hasta serpientes y hurones. En ese programa se enteró de que había gente que tenía cerdos por mascota, cosa que la sorprendió porque siempre vio esos animales como meros productos cárnicos. “El haber criado cerdos para matar.” Se dijo. Lo cierto es que cuando era niña y tocaba matar al cerdo siempre se iba porque le daba mucha pena oírlo gritar.
En aquel momento algo captó su atención. Un paisaje conocido. Estaba hablando un chica rubia muy sonriente que se encargaba del refugio de animales de su ciudad. Al principio le sorprendió un poco porque nunca había oído hablar de él, pero pronto sonrió al pensar que con lo poco que se relacionaba con otras personas era totalmente normal. Enseñaron las instalaciones y había muchos perros en pequeñas jaulas, cuando la muchacha se acercaba a ellos todos saltaban y meneaban la cola. Aquello la llenó de alegría y le empañó los ojos por un breve instante. Ella había tenido un perro de niña. No se sabía qué raza era pero era un animal noble y cariñoso que siempre la acompañaba a todas partes. De niña le llamaba mucho la atención que cuando ella salía del colegio el perro siempre estaba allí esperándola. No es que el perro se quedase desde que ella entraba hasta que salía sino que la acompañaba a la puerta, se iba a dar una vuelta y cuando ella salía el perro estaba allí sentado esperando por ella. Fue un gran perro, un día se murió sin más cuando era ya muy viejo.
Atendió a todo lo que decía la muchacha. El teléfono sonó y la sobresaltó. Lo descolgó y volvió a colgar automáticamente. Sentía la grosería pero sabía que era una compañía de las que le querían vender internet y en aquel momento necesitaba atender a lo que decía la chica del refugio porque quería tomar los datos. Escribió los datos en un papel, también daban un número de teléfono. Lo anotó también y se alegró de hacerlo porque se dio cuenta de que a pesar de que llevaba 35 años viviendo en aquella ciudad no sabía donde estaba el refugio. Lo pensó una décima de segundo “¿Lo hago o no lo hago? Un perro da mucho trabajo.” Recordó a aquel noble animal que había acompañado su infancia y no necesitó pensar nada más.
Descolgó el teléfono para llamarles. Estaba un poco agitada y nerviosa. Hacía mucho que no hablaba con nadie por teléfono que no fuesen las amables señoritas que le ofrecían ofertas de internet por teléfono.
- Refugio de animales, ¿en qué puedo ayudarle?

Por un momento la voz no le salió.
- Hola. Yo... me gustaría adoptar un perro. Os he visto en un programa en la televisión pero no sé donde estáis.
- Estamos pasando el polígono. En una zona verde que hay y tiene unas naves pequeñas de prefabricado.
- Ya… hija y… ¿Me podías decir como llegar? Es que yo ya tengo una edad y…
- ¡Claro!

La voz de su interlocutora denotaba alegría y la hizo sentirse más decidida si cabe a adoptar un animal. Mari Carmen tenía que coger dos autobuses y luego caminar un poco. Lo hizo. Salió a la calle y tomó el primer autobús. Hacía mucho que no lo hacía. Le sorprendió que les habían quitado el torno. No estaba segura de la parada en que tenía que bajarse así que le preguntó a una señora que muy amable le dijo que se tenían que bajar en la misma parada. Eso le sirvió para entablar conversación. Mari Carmen le dijo que iba al refugio de animales y la señora le sonrió y le contestó que a ella también le gustaban mucho. Cuando se bajaron la buena mujer le indicó dónde tenía que tomar el siguiente autobús. Tuvo que esperar un poco pero finalmente llegó, se subió un poco nerviosa porque no conocía esa zona. Cuando llevaba unos minutos en el autobús pudo ver el polígono y la zona verde que la chica del teléfono le había indicado. Se sentía ansiosa al pensar que al fin volvería a tener algo de compañía en su vida.
Logró encontrar el sitio sin problemas. En la entrada la esperaba la agradable chica con la que había hablado por teléfono. Era pequeña, morena y no paraba de sonreír.
- Soy Mari Carmen. Hablamos por teléfono.
- Si. Me imaginé. ¿Tiene una idea en concreto de qué perro quiere o quiere verlos todos?
- Pues no lo sé.
- Tenemos dos que son muy tranquilos. No le darán mucha guerra.

Algo de guerra quiero que me dé. - Contestó riendo como una chiquilla.
Entonces vio un perro pequeño y marrón, de raza indefinida que la miraba curioso entre la rejas. Lo señaló con el dedo y preguntó:
- ¿Ese que tal se porta?
- Bien, es un perro muy bueno, y es bastante tranquilo.

Cuando se acercó a él y le lamió la mano se ganó a la anciana para siempre. Sintió una calidez que creía haber perdido hacía mucho tiempo. Rellenó los papeles de adopción con una nueva energía mientras el perro se acurrucaba en su regazo. Se informó sobre los cuidados que el animal requería y le recomendaron un veterinario cerca de su casa. Le compró allí mismo un collar con una bonita chapa. Unos minutos después salió de allí junto a Toby que así se llamaba el perro.
A la mañana siguiente sonó el despertador, como todas las mañanas. Toby fue a buscarla a la cama corriendo. Quería mimos y su desayuno. Mari Carmen se levantó rápidamente de la cama, ese día dejó de dolerle la cadera.

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