Un montón de tiempo después he regresado. Después de un año dedicada a enviar textos a concursos sin lograr ni una triste contestación vuelvo a mis orígenes.
¡Espero que esta historia sobre la soledad sea de vuestro agrado!
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El tiempo
Cuando
el despertador sonó ya estaba con los ojos abiertos y mirando el
techo, como todas las mañanas. Se preguntó porqué seguía poniendo
el despertador para una hora determinada si desde que se había
jubilado no tenía ningún sitio a donde ir. Se revolvió un poco
entre las sábanas cambiando a una posición más cómoda y observó
la habitación. Se sintió feliz al ver la estancia bañada por el
Sol, “Hasta hace muy poco a las ocho aún era de noche” se dijo.
Le gustaba ver como la luz iluminaba las fotografías que reposaban
encima de la cajonera, así podía verlas con bastante claridad desde
su cama.
Se
levantó haciendo crepitar cada uno de sus viejos huesos. Se sobó la
cadera, hacía unos cuantos años que siempre le dolía. A veces iba
al médico a ver si se podía hacer algo para que no doliese pero
normalmente el doctor simplemente le dedicaba una mirada de hastío y
le recetaba analgésicos. Ni hablar de mandarla a un especialista,
“Es la edad” le decía. Puede que otro médico la hubiese mandado
pero llevaba 20 años con aquel y no quería cambiarlo.
Como
todas las mañanas se arregló en el espejo del tocador. Siempre
había sido muy coqueta y pese a sus 70 años seguía siéndolo.
Cuando era más joven le gustaba arreglarse para su marido. Él
siempre le decía que estaba guapa pero casi hasta el final de sus
días cuando la veía arreglada y con un vestido bonito se le
iluminaban los ojos. Pero ya no se arreglaba para nadie. Se vestía y
maquillaba por la mera costumbre. A veces imaginaba que su marido
entraba por la puerta y volvía a mirarla de aquella manera pero
sabía que eso era imposible. Hacía seis años que él había
muerto, dejándola totalmente sola.
Fue al
salón y se sentó en un viejo sofá azul, no combinaba para nada con
los pesados muebles de madera maciza que dominaban la estancia. El
sofá estaba un poco roto pero se negaba a cambiarlo porque allí se
sentaba a conversar con su padre cuando, ya jubilado este, pasaba a
visitarla. Ella no tenía nadie a quien visitar. Cuando era joven
nunca sintió la necesidad de tener hijos. Estaba muy feliz con sus
padres, su hermano y su marido. La quisieron tanto que nunca necesitó
nada más. En realidad el trabajo también tuvo mucho que ver. Ella
había sido abogado y se pasó la mayor parte de su vida buscando
mejorar en su trabajo, un mayor reconocimiento e incluso fama. En más
de una ocasión había llevado casos bastante mediáticos y la habían
entrevistado un par de veces en algunos periódicos de tirada
nacional. Como premio a todo aquel esfuerzo el día que se jubiló en
su bufete le regalaron una placa “En agradecimiento a Dña. María
del Carmen García Rodríguez por 35 años de servicio profesional”
Era una bonita placa metálica en relieve. Recordaba que ese día
hicieron una pequeña fiesta y sus compañeros que aún seguían en
activo prometieron llamarla. Era mentira. Mientras trabajó su
teléfono no paraba de sonar, a deshoras incluso, para arreglar
problemas. Sin embargo cuando salió de allí rumbo a su nueva vida
de jubilada murió para aquellas personas. En cierto modo se sintió
aliviada, al fin y al cabo la mayoría de sus compañeros de trabajo
no le caían bien. Se había pasado 35 años de su vida sonriendo y
deseando buenos días a unas personas que detestaba y que sospechaba
la detestaban a ella. En cuanto al trabajo al principio lo empezó
con ilusión, quería defender inocentes y hacer cumplir las leyes
sin embargo al final sospechaba que la mayor parte de sus clientes
eran culpables. Aquellos casos le dejaban un regusto muy amargo y
aunque aquellos eran los casos que daban prestigio en la profesión
decidió dedicarse a algo que ella pensaba más calmado. Por eso al
final de su carrera se centró en divorcios, cuando empezó los
divorcios eran pocos y normalmente buscaba una solución justa para
ambas partes pero pronto descubrió que dentro de toda persona en
trámites de divorcio hay un pequeño psicópata en potencia. Y así
se le pasó el arroz, entre pleitos y vistas, esperando que el
siguiente caso le proporcionase el éxito profesional que ella
deseaba. Un éxito que alcanzó pero que no se paró a disfrutar
porque estaba ocupada buscando más éxito. Dejó la placa de
homenaje en su sitio y se fue al supermercado.
Se
hizo con un cesto con ruedas y despacio fue seleccionando los
productos que necesitaba. Miraba mucho los precios “La vida está
muy cara” se decía. Tardaba mucho porque seguía pasando los
precios a pesetas. Veía a los jóvenes y personas de mediana edad
hacer la compra corriendo, no ponían atención apenas en lo que
metían en sus carros. Cuando llegó a caja colocó los productos en
la cinta con algo de trabajo porque al agacharse para recoger los
productos del cesto le dolía la cadera.
- Buenos días.
- Buenos días.
- Buenos días.
- Buenos días.
Era la
primera vez que hablaba con alguien ese día. Se hizo un pequeño
silencio sólo interrumpido por el “bep” de los productos al ser
pasados por el escáner.
- Hace
muy buen día hoy. Y eso que la semana pasada llovió a cántaros.
- Sí,
hace bueno. - Contestó la cajera sin ganas de mucha charla.
- A ver si dura, que estos últimos años ha hecho mucho frío.
- Si, a ver...
- A ver si dura, que estos últimos años ha hecho mucho frío.
- Si, a ver...
Había
días que una charla insustancial con la cajera del supermercado era
la única conversación que mantenía en todo el día. Sabía que a
la cajera su charla le parecía aburrida y que no le apetecía oírla
pero a Mari Carmen le hacía feliz por un instante. Le hubiera
gustado tener una vejez como la de su madre. Vivía en un pueblo y
reunía con las vecinas de edades semejantes para jugar al bingo en
casa de alguna, no jugaban dinero pero se lo pasaban muy bien.
Recordaba que alguna vez había pensado que su madre parecía una
colegiala cuando se juntaba con sus amigas del pueblo. Su madre fue
feliz hasta el final.
Saliendo
del supermercado se cruzó con una madre que apurada empujaba el
carrito rosa de su bebé. Se paró a mirarlo posando su bolsa en el
suelo. Luego tendría que agacharse otra vez para recogerlas y le
dolería la cadera pero ella pensaba que merecía la pena. Se asomó
para ver el bebé.
- ¿Qué
cosa bonita! ¿Qué tiempo tiene?
- 7
meses – Contestó la madre con una sonrisa forzada.
Pues está muy bonita y muy bien criada.
La
madre le devolvió una sonrisa mucho más sincera, a todas las madres
les gusta que alaben la belleza de sus hijos pero si lo hace una
anciana desconocida cuando llevan prisa a veces se ponen a la
defensiva. Pero desde la muerte de su marido le gustaba observar a
los bebés. Sentía que era algo que se había perdido. Pensaba que
si hubiera tenido hijos ahora no se sentiría tan sola. Tenía un
sobrino que vivía en el extranjero, escribía de vez en cuando para
contarle lo bien que le iba. Tenía una bonita familia, una mujer y
dos niños. A veces también le mandaba fotografías. Eso a ella le
encantaba, siempre prometían venir para presentarle a los niños y
darle una visita aunque al final la distancia y lo caro del viaje
pesaban más que las buenas intenciones. La madre se alejaba con su
bonito bebé y sus prisas. En cierta manera le recordaba a su
juventud, siempre con prisas.
De
camino a su casa siempre pasaba por delante de una iglesia. A veces
veía salir de ella corrillos de mujeres de aproximadamente de su
edad y se planteaba entrar, a ver si hacía alguna amistad. Aunque no
se podía imaginar cómo se podía entablar amistad, o simplemente
conversación, en una iglesia. “Buenos días, ¿Está ocupado este
banco?” o tal vez “ Buenos días, ¿Qué rezas?” No lo tenía
muy claro y al final entre el miedo a lo nuevo y que no creía
demasiado en Dios no entraba.
Antes
creía en Dios pero tras años de ver injusticias y desgracias la fe
se le acabó. Su profesión no era la mejor para mantenerla. Hacía
muchos años había tenido una amiga que era muy devota. Siempre le
decía que no tenía miedo de nada porque sabía que Dios cuidaba de
ella. Ese argumento se caía solo pues hay millones de personas
pasando por situaciones horribles. Su amiga decía que eran pruebas
del Señor. Curiosamente esa mujer murió atropellada en la acera por
un conductor ebrio. Es de suponer que Dios la puso a prueba en el
último momento.
Volvió
a su casa. Subió pesadamente hasta el cuarto piso, era un edificio
antiguo y no tenía ascensor. Si pudiera volver atrás se compraría
un primer piso, en su día no quiso porque los primeros tienen poca
luz.
Colocó
la poca compra que había hecho en la nevera y lavó las verduras
para cocinarlas. Seguía haciendo platos bastante elaborados aunque
solo fuesen para ella, le recordaba a los tiempos en que comía con
toda su familia reunida. Esa era una de las cosas que más odiaba
desde que su marido murió. Comer sola. Cuando su marido vivía
comían siempre en la cocina, sin televisión, charlando sobre las
cosas que les habían ocurrido durante la mañana. Normalmente era
trivialidades cotidianas que se olvidaban fácilmente, habían
discutido, se había reconciliado, se habían reído. Aquellas
conversaciones en la mesa de la cocina eran algunos de los mejores
recuerdos que guardaba.
Mientras
las verduras se hacían inspeccionó el correo. Entre las muchas
facturas había propaganda de un geriátrico, varios panfletos de
aseguradoras y algunos más de ofertas de supermercados. No sabía
como tenían sus datos los emisores de esos panfletos pero intuía
que ellos sabían que era una persona de edad avanzada. A veces se
planteaba irse a un asilo, le llamaba la idea de estar con otras
personas, de poder participar en actividades y de librarse de la
absoluta soledad en la que se sentía pero entonces pensaba en
deshacerse de su viejo sofá medio roto en el que charlaba con su
padre o en el reloj de péndulo regalo de su madre y la idea le
parecía horrible. Todo el conjunto de grandes y pequeñas cosas que
había en aquella casa constituían sus recuerdos y todos ellos le
sacaban una sonrisa al recordar tiempos más luminosos.
Tiró
todas las cartas a la basura. Las únicas cartas que le interesaban
de verdad eran de su sobrino y cuando había una de esas el mundo
entero parecía pararse.
Se
sentó a comer en el salón con la televisión encendida, a esa hora
en casi todas las cadenas ponían los telediarios pero lo único que
le faltaba a la pobre anciana era comer con desgracias, así que
todos los días veía un programa sobre animales. Era sobre mascotas
y salían desde perros y gatos hasta serpientes y hurones. En ese
programa se enteró de que había gente que tenía cerdos por
mascota, cosa que la sorprendió porque siempre vio esos animales
como meros productos cárnicos. “El haber criado cerdos para
matar.” Se dijo. Lo cierto es que cuando era niña y tocaba matar
al cerdo siempre se iba porque le daba mucha pena oírlo gritar.
En
aquel momento algo captó su atención. Un paisaje conocido. Estaba
hablando un chica rubia muy sonriente que se encargaba del refugio de
animales de su ciudad. Al principio le sorprendió un poco porque
nunca había oído hablar de él, pero pronto sonrió al pensar que
con lo poco que se relacionaba con otras personas era totalmente
normal. Enseñaron las instalaciones y había muchos perros en
pequeñas jaulas, cuando la muchacha se acercaba a ellos todos
saltaban y meneaban la cola. Aquello la llenó de alegría y le
empañó los ojos por un breve instante. Ella había tenido un perro
de niña. No se sabía qué raza era pero era un animal noble y
cariñoso que siempre la acompañaba a todas partes. De niña le
llamaba mucho la atención que cuando ella salía del colegio el
perro siempre estaba allí esperándola. No es que el perro se
quedase desde que ella entraba hasta que salía sino que la
acompañaba a la puerta, se iba a dar una vuelta y cuando ella salía
el perro estaba allí sentado esperando por ella. Fue un gran perro,
un día se murió sin más cuando era ya muy viejo.
Atendió
a todo lo que decía la muchacha. El teléfono sonó y la sobresaltó.
Lo descolgó y volvió a colgar automáticamente. Sentía la grosería
pero sabía que era una compañía de las que le querían vender
internet y en aquel momento necesitaba atender a lo que decía la
chica del refugio porque quería tomar los datos. Escribió los datos
en un papel, también daban un número de teléfono. Lo anotó
también y se alegró de hacerlo porque se dio cuenta de que a pesar
de que llevaba 35 años viviendo en aquella ciudad no sabía donde
estaba el refugio. Lo pensó una décima de segundo “¿Lo hago o no
lo hago? Un perro da mucho trabajo.” Recordó a aquel noble animal
que había acompañado su infancia y no necesitó pensar nada más.
Descolgó
el teléfono para llamarles. Estaba un poco agitada y nerviosa. Hacía
mucho que no hablaba con nadie por teléfono que no fuesen las
amables señoritas que le ofrecían ofertas de internet por teléfono.
- Refugio
de animales, ¿en qué puedo ayudarle?
Por un
momento la voz no le salió.
- Hola.
Yo... me gustaría adoptar un perro. Os he visto en un programa en
la televisión pero no sé donde estáis.
- Estamos
pasando el polígono. En una zona verde que hay y tiene unas naves
pequeñas de prefabricado.
- Ya…
hija y… ¿Me podías decir como llegar? Es que yo ya tengo una
edad y…
- ¡Claro!
La voz
de su interlocutora denotaba alegría y la hizo sentirse más
decidida si cabe a adoptar un animal. Mari Carmen tenía que coger
dos autobuses y luego caminar un poco. Lo hizo. Salió a la calle y
tomó el primer autobús. Hacía mucho que no lo hacía. Le
sorprendió que les habían quitado el torno. No estaba segura de la
parada en que tenía que bajarse así que le preguntó a una señora
que muy amable le dijo que se tenían que bajar en la misma parada.
Eso le sirvió para entablar conversación. Mari Carmen le dijo que
iba al refugio de animales y la señora le sonrió y le contestó que
a ella también le gustaban mucho. Cuando se bajaron la buena mujer
le indicó dónde tenía que tomar el siguiente autobús. Tuvo que
esperar un poco pero finalmente llegó, se subió un poco nerviosa
porque no conocía esa zona. Cuando llevaba unos minutos en el
autobús pudo ver el polígono y la zona verde que la chica del
teléfono le había indicado. Se sentía ansiosa al pensar que al fin
volvería a tener algo de compañía en su vida.
Logró
encontrar el sitio sin problemas. En la entrada la esperaba la
agradable chica con la que había hablado por teléfono. Era pequeña,
morena y no paraba de sonreír.
- Soy
Mari Carmen. Hablamos por teléfono.
- Si.
Me imaginé. ¿Tiene una idea en concreto de qué perro quiere o
quiere verlos todos?
- Pues
no lo sé.
- Tenemos
dos que son muy tranquilos. No le darán mucha guerra.
Algo de guerra quiero que me dé. - Contestó riendo como una chiquilla.
Entonces
vio un perro pequeño y marrón, de raza indefinida que la miraba
curioso entre la rejas. Lo señaló con el dedo y preguntó:
- ¿Ese
que tal se porta?
- Bien,
es un perro muy bueno, y es bastante tranquilo.
Cuando
se acercó a él y le lamió la mano se ganó a la anciana para
siempre. Sintió una calidez que creía haber perdido hacía mucho
tiempo. Rellenó los papeles de adopción con una nueva energía
mientras el perro se acurrucaba en su regazo. Se informó sobre los
cuidados que el animal requería y le recomendaron un veterinario
cerca de su casa. Le compró allí mismo un collar con una bonita
chapa. Unos minutos después salió de allí junto a Toby que así se
llamaba el perro.
A la
mañana siguiente sonó el despertador, como todas las mañanas. Toby
fue a buscarla a la cama corriendo. Quería mimos y su desayuno. Mari
Carmen se levantó rápidamente de la cama, ese día dejó de dolerle
la cadera.